Una estrategia para transformar los problemas sociales en problemas de orden público.

Endika Zulueta [1]. Revista El Ecologista nº 82.

El Gobierno trata de imponer un ‘statu quo» claramente injusto para la mayor parte de la población a través del miedo, algo propio de un Estado autoritario. Es en este marco en el que se entienden proyectos de ley tan regresivos como los del Código Penal, Seguridad Ciudadana o Justicia Gratuita, así como la tolerancia con los abusos de los llamados Cuerpos de Seguridad del Estado.

Durante la Segunda República el Estado español prometía ser el más progresista del mundo, pero un cruento golpe de Estado acabó con el proyecto, provocando cientos de miles de muertos, la supresión de Derechos Fundamentales y la instauración de un Estado integrista católico. Tras la muerte del Dictador, la ciudadanía toma las calles luchando por un nuevo modelo político que rompa con el anterior. No triunfa la ruptura, sino la llamada Reforma, y en 1978 se aprueba una Constitución que reconoce Derechos Fundamentales y los cuatro Derechos Sociales por excelencia: trabajo, vivienda, sanidad y educación, declarándose un Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento “la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”, así como que “la soberanía nacional reside en el pueblo”, del que emanan los poderes del Estado. Se nos dice que se ha instaurado el Estado de Bienestar.

El triunfo por mayoría absoluta del Partido Socialista en 1982 simbolizaba la posibilidad de que las grandes reivindicaciones sociales pudieran lograrse en sedes parlamentarias y que la ciudadanía pudiera dedicarse al trabajo y al ocio, pues la política residía en la representación institucional encauzada a través de elecciones y protagonizada por los partidos políticos.

Esta teórica e idílica situación se veía erosionada por dos hechos. En primer lugar, la Constitución reconocía derechos sociales, pero no establecía mecanismo alguno para garantizar su existencia, ni para reivindicar judicialmente su ausencia. Además, la política económica no se dictaba en el Parlamento sino en instituciones supranacionales no elegidas (FMI, BM, BCE, la Troika…) de forma que el Gobierno de turno ya no es el representante de la ciudadanía sino el mero gestor de los dictados dichas instituciones. Así se han ido ordenando continuos ajustes económicos y recortes en derechos sociales que han empobrecido a amplias capas de la población, engrosando la riqueza de quienes se benefician de ellos.

Protagonismo de los movimientos sociales

Ante esta situación, los movimientos sociales toman el protagonismo de la lucha en la calle, explosionando simbólicamente el 15 de mayo de 2011 con las acampadas en las plazas de las ciudades más importantes del país. Despertaba una ciudadanía que parecía adormecida para defender los derechos sociales y practicar una reformulación de los derechos fundamentales, especialmente el derecho de reunión, de manifestación, de libertad de expresión, del derecho a la participación en la vida política (que no se limita a introducir papeletas en las urnas) y, de manera significativa, el derecho a la dignidad.

Los entes supranacionales dan un nuevo golpe al supuesto Estado de Bienestar, acelerándose no solo el proceso de privatización de los derechos sociales (lo que paralelamente conlleva el impulso de movimientos sociales en la reivindicación y defensa de dichos derechos: las mareas blanca, verde, los movimientos de defensa de la vivienda y lucha contra las hipotecas, etc.), sino también de los derechos fundamentales (por ejemplo el derecho de defensa con las restricciones de acceso al turno de oficio y sus proyectos de privatización). En este golpe de Estado no es necesario que entren los militares al parlamento, la sumisión del poder ejecutivo al dictado de dichos entes es absoluta. Tampoco hace falta que los militares salgan a la calle, pues esta ya ha sido tomada por una policía militarizada que reprime cualquier conato de movimiento social que ponga en cuestionamiento el nuevo sistema socioeconómico establecido.

El golpe de Estado se materializa en una urgente modificación de la Constitución, y así, el 7 de octubre de 2011, en un trámite que apenas duró 12 días, el Parlamento modifica el artículo 135 de la Constitución. “Los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública de las Administraciones se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de sus presupuestos y su pago gozará de prioridad absoluta”. La deuda económica que el Estado tiene con los autores del golpe goza de “prioridad absoluta”, obligándose de esta forma a acelerar el recorte en gastos sociales, lo que conlleva mayor pobreza.

La dramática situación económica que precariza y empobrece a los sectores de la población más vulnerables, corre paralela a un aumento de la organización de la disidencia política potenciada a través de movimientos sociales. El golpe de Estado implica el establecimiento de una nueva reforma legislativa, creándose una batería de leyes destinadas por una parte a reprimir la disidencia política que se opone a la nueva situación y considera que otro mundo es posible, y por otra a criminalizar la pobreza. Las leyes no solo la criminalizan, sino que el derecho en su conjunto produce y reproduce situaciones de pobreza en cuanto produce y reproduce las situaciones de injusticia que la mantienen.

Todos los Estados utilizan el Derecho para proteger unos valores. Un Estado democrático lo utiliza para proteger los valores de la mayoría de la sociedad, esencialmente a través de la defensa a ultranza de derechos fundamentales. Pero un Estado autoritario emplea el Derecho para proteger los valores de una minoría privilegiada, aun a costa de reprimir, y en ocasiones suprimir, derechos fundamentales.

Nuevos proyectos de ley

En este contexto debemos situar los nuevos proyectos de ley: Código Penal, Ley de Seguridad Ciudadana, Ley de Seguridad Privada, Ley de Justicia Gratuita, etc. con los que el Estado lucha por la adhesión de la ciudadanía al nuevo proyecto a través del miedo: miedo a perder el trabajo, miedo a no encontrarlo, miedo a perder la casa, miedo a protestar por la posibilidad de ser multado, golpeado o detenido. La adhesión de la ciudadanía al Estado a través del miedo no es una característica de un Estado democrático sino de uno autoritario.

Los movimientos sociales han sacado el debate a la calle sobre esta nueva batería represiva y su afectación a la lucha de la disidencia política, por pacífica que esta sea. Pero no se debe perder de vista la otra importante finalidad que tiene: la criminalización de la pobreza. El Estado pretende transformar los problemas sociales en problemas de orden público, con la finalidad de que la sociedad asuma con miedo el “alarmante aumento de la inseguridad ciudadana”, reclamando más policía en los barrios, criminalizándose, no solo al pobre como delincuente potencial, sino a la pobreza en general, eliminándose la solidaridad, legitimando la represión policial, aumentando el apego al poder y ocultando el problema original (la causa de la pobreza) haciendo emerger un problema nuevo que antes no existía (la inseguridad ciudadana), ofreciendo la solución (siempre represiva), consiguiendo que no se hable del problema de la pobreza, sino de la inseguridad que generan los pobres. Ser pobre es símbolo de sospecha policial, suficiente para ser identificado y un indicio para ser detenido, proponiéndose la cárcel, el auténtico símbolo del desamparo, como solución totémica a todos los problemas.

Nos hablan de inseguridad ciudadana en el país con el índice de criminalidad más baja de la Unión Europea y con la proporción de personas en prisión más alta, con cárceles llenas de personas pobres, pero pobres de solemnidad, mientras las actividades protagonizadas por personas pertenecientes a las clases sociales más favorecidas gozan de impunidad. Sus actuaciones, directamente causantes de pobreza, no son consideradas legalmente delictivas, además de que las posibilidades de ser investigados, enjuiciados, condenados y no indultados son mínimas, sin contar con que hay más de diez mil aforados políticos difícilmente enjuiciables.

De esta forma nos vemos obligados a reformular una serie de conceptos que nos vienen dados con un significado impuesto desde la óptica del Poder. Le llaman crisis a lo que es una auténtica estafa (pues resulta que esta crisis no afecta a todos, la minoría privilegiada sigue aumentando sus recursos económicos, mientras crecen las bolsas de pobreza atrapando a sectores que antes se encontraban en la llamada clase media); identifican orden con la ausencia de debate, con una población dedicada al trabajo, si es posible, y al circo (tv, fútbol…) y el desorden con el ejercicio de la sana crítica a la actividad política, lo que debería ser un síntoma de normalidad democrática.

El Poder considera que el espacio público –las calles, las plazas– debe estar destinado únicamente al comercio y que no al debate político, al conocimiento y ayuda mutua, tal y como lo utilizan los movimientos sociales. Identifica autoridad no con la antigua auctoritas griega –la que tenían las personas respetadas por la sociedad y legitimadas para la gobernanza– sino con la emanada de la razón de la fuerza, delegada en los agentes policiales, a los que se les dota de un desorbitado protagonismo, autonomía e impunidad en su actuación con respecto a la ciudadanía.

Utiliza un limitado concepto de violencia circunscrito a determinadas actuaciones puntuales (y minoritarias), sin tener en cuenta la violencia estructural que supone la existencia y el mantenimiento de la pobreza y la exclusión social. Se pervierte la noción de seguridad, identificándola con el endurecimiento de las medidas represivas y la constante presencia policial y considerándola un derecho de la ciudadanía. Se olvida que la seguridad no es un derecho, es una sensación, y la mayor parte de la ciudadanía no se siente más segura porque haya más represión, sino cuando tiene un trabajo digno y justamente remunerado, una vivienda digna y adecuada y una sanidad y una educación públicas, gratuitas y de calidad. Es decir, cuando vive en un Estado constitucional que además de reconocer derechos sociales crea los mecanismos adecuados para que toda la ciudadanía tenga pleno acceso a los mismos.

Notas

[1] Endika Zulueta es abogado ez@icam.es